jueves, 4 de febrero de 2010

UN DORMILON



Jamás fui un dormilón, o eso creí. Mientras mi vecino, despeinado y con los ojos entrecerrados, hacía su aparición por las afueras de su hogar por las calles ya pobladas de pisadas apuradas y el sol apoderándose de lo más alto del cielo, yo regresaba de algún entrenamiento matutino de baloncesto, en aquel verano de vacaciones escolares que se vislumbra ya lejano.

Los años han desfilado, no en vano. Y mientras tiempo atrás no faltaba a ningún desayuno (religioso él, a las 7:30 de la mañana), hace varios meses ya que no despierto antes de las 10. Siempre fui un respetuoso del sueño, pero no de la flojera que te impide fijar una alarma y levantar el esqueleto y alma por los pasillos de tu casa, devorar un pan y luego, si gustas, enterrar nuevamente la cabeza entre las sábanas y almohada.

La vagancia no desaparece, el ocio desfavorece. Llega un momento tal en el que la camisa y corbata serán los compañeros de toda rutina matutina. Cuando los gallos canten y el agua baile; perfumados e idiotizados, en un paradero donde se unen el aburrimiento y el crecimiento, en la calle del madurar, veremos cuánto de ese despertar podremos aguantar.

Las resacas no son de vinos y cervezas, sino de una noche de esas con videojuegos y perezas, cereales con yogurt sabor a fresas. El reloj invita al sueño para poder madrugar, despertar sin cesar, sin olvidar que hay que ganar. Y cuando no necesites la alarma para poderte levantar, trabajar sin nada que ganar, vivirás tranquilo en la calle del madurar.

Ando ya, medio dormido y con los ojos tan cerrados que no sé qué hora es. Si salió el sol o si son ya las diez.

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