viernes, 5 de febrero de 2010

LA PLAYA, A LO LEJOS.

No soy playero. Si mis brazos o rostro están algo rojos -o bronceados- es porque la pichanga del domingo fue a espacio abierto y me quemó la desprotegida piel. Siempre he preferido la comodidad del sillón de mi casa, la protección de un techo, la limpieza de mi piso parquet., en vez de intentar acomodar el trasero en duros montículos de arena, ser hostigado por el gringo más famoso de mundo o cortarme los descalzos pies con alguna sigilosa navaja de afeitar, escondida con recelo para hacer daño a los visitantes playeros.

No anhelo esas incómodas sensaciones en la entrepierna, aquellas que solo desaparecen luego de un extenso y meticuloso baño casero. Tampoco me emocionan tremendamente esos desfiles de bikinis, cuerpos amateurs bajo el sol. Total, el Internet todo lo encuentra y el photoshop todo lo puede.

No soy playero ni quiero serlo. Aunque me divierto cuando voy a la playa, prefiero acurrucarme bajo la sombra citadina, el servicio higiénico decente y la no exhibición de mis rollos, a quienes prefiero debajo del polo, escondidos en el anonimato. Encima, el mar, ese amiguito que encanta a todos, me ahuyenta de lugar. Mucho frío para mi. Mejor una ducha con agua tibia.

Sin embargo, es el mar lo mejor de este lugar que no suelo visitar. El océano, tendido en todo nuestro horizonte como un manto celeste y verde, prolongado hacia el infinito de nuestra imaginación, nos hunde en lo más profundo del pensamiento. Nuestras dudas o certezas, preguntas o respuestas, todas ahogadas por sus olas. Hay algo en el mar, quizá la brisa que de él se desprende. Quizá sea su olor a madrugada eterna.

No me gusta ir a la playa, pero sí disfruto de caminar por un malecón, balcón marítimo, mirador del horizonte, testigo de las almas diarias que posan sus ojos en el océano, buscando explicaciones, respuestas o tan sólo sintiendo al mundo respirarle en las mejillas, oler otros continentes, tomar aire para volver a empezar.

¡Qué mejor manera de empezar el día! Vestido con camisa y pantalón, lejos de la arena y aún sin sofocante sol. Detienes tus pasos. Y así, con los zapatos negros paralizados, y a medio lustrar, y con un olorcillo a marihuana que dejó la noche anterior, alcanzas con la mirada el mar en toda su extensión. Las olas nacen y mueren, van y vienen como las horas en un día o los años en tu vida. No me gusta ir a la playa, pero como me encanta verla de lejitos. Sobretodo, admirar al mar, buscando algo que no se si tendré o si ya perdí.

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